EL DESHIELO DE LA MIRADA
Lleva unos minutos entre bambalinas, a la espera de que haga su final la compañera que va delante. La música está a punto de terminar. Es su primer solo en un escenario y como trabajo coreográfico. Abre sus fosas nasales para que entre gran cantidad de oxígeno y hace respiraciones torácicas.
Todo va a salir bien, se repite entre respiración y respiración. Pero sigue dando vueltas por el foro de un lado a otro, una y otra vez, hacia allí, hacia acá. No consigue que el cañón dentro de su pecho, deje de lanzar munición, atacando su estómago que es un tropel de libélulas desorientadas, o su cabeza donde las luces plateadas y giratorias de una discoteca, trastornan los entresijos de su tronco encefálico, el cerebro y el cerebelo. Pero su corazón no le da ninguna señal, oculto bajo una gruesa capa de hielo. Mi pobre e inestable corazón es un niño asustadizo que se encoge antes de leer un diagnóstico médico; que se tambalea cuando se aleja de su rutina dentro de casa; que se siente perdido ante la futilidad del hecho prosaico de una cita con el abogado, solo para hablar de la venta de su herencia.
He trabajado mucho, se recuerda mientras coloca su sombrero borsalino negro, adornado con la misma cinta que lleva anudada al cuello, muy canalla, como las tangueras de los arrabales bonaerenses. Sacude con la mano las mallas que desde la rodilla hasta el tobillo, se ensanchan para realzar los giros; me quedan cortos. Estira la sobrefalda asimétrica; uff! me queda grande. Recoloca el top de la misma tela que la sobrefalda, de color negro con brillos de todos los colores. Los abanicos en su mano izquierda esperan, con la larga tela de seda cuidadosamente recogida, a lucirse volátiles en su coreografía cuando abran sus alas; como me confunda y agarre el abanico izquierdo con la mano derecha, no podré abrirlo. Prefiero no pensarlo. Pone su mano derecha sobre la frente, y cierra los ojos preocupada, como si un dolor de cabeza fuera regando alfileres por su sien.
Todo va a salir bien, he trabajado mucho. Se lleva la mano al lugar que ocupa el corazón, pero no siente nada; como si su esencia se hubiera vuelto gas. Inhala con fuerza, las costillas se expanden, los pulmones ya tienen sitio y los alveolos acogen el oxígeno. Exhala con la boca abierta y baja los hombros. Tiene la boca seca y ha dejado la botella de agua en el camerino. Ya no hay tiempo. La música de la actuación anterior va bajando el volumen. Ella se coloca en el bastidor izquierdo, detrás de la cortina que abre paso al escenario. Su interior titila como las estrellas, pero suena como huesos que entrechocan. Los aplausos cesan cuando su compañera deja la escena vacía para ella. Es su turno. Sujeta con conciencia los abanicos, exhala con fuerza a la vez que eleva su torso y hace crecer su cuello de gacela.
Las luces bajan la intensidad igual que los comentarios del público, que calla expectante ante la próxima actuación. Todas las miradas se dirigen hacia el foco de luz. Con las primeras notas de un violín afligido que surgen del fondo del teatro, ella empieza a percibir el desperezarse de su corazón. Espera a que llegue el momento musical exacto para hacer su entrada y…con el contacto de las miradas desde la platea, la nieve helada comienza a derretirse, impulsándola a conectar música y movimiento. Poco a poco, al mismo ritmo que se va produciendo el deshielo, surge desde su corazón, inusitadamente cercano, pétalo a pétalo, un girasol cabizbajo que se abre paso entre el carámbano, elevando su rostro, moviendo sus hojas en un fluir orgánico y musical.